Psicofarmacología 28 (Edicion Uruguay)

Fecha de recepción: 10 de julio de 2025
Fecha de aceptación: 1 de agosto de 2025

Resumen
El envejecimiento constituye un proceso complejo que no se limita a la declinación biológica, sino que implica una reorganización emocional, cognitiva y social. En el presente trabajo se analizan los cambios neurobiológicos que inciden en la regulación
afectiva en vejez, destacando la atrofia frontal, la disfunción dopaminérgica y serotoninérgica, la disminución del GABA y la alteración del eje hipotálamo–hipófiso–suprarrenal como factores de vulnerabilidad. Estos procesos explican la mayor reactividad
emocional, la irritabilidad, la ansiedad somatizada y la fatiga persistente observadas en mayores.
Asimismo, se revisan las formas clínicas atípicas de los trastornos psiquiátricos en esta etapa: la depresión enmascarada tras
apatía o quejas somáticas, la ansiedad de presentación somática, las psicosis tardías, la intensificación de rasgos obsesivos y
la descompensación de trastornos de personalidad. Estos fenómenos clínicos son interpretados como expresiones de una fragilidad neurobiológica y psicosocial, en la que confluyen pérdidas vitales, aislamiento social y multimorbilidad.
Desde una perspectiva psicogerontológica integrativa, se subraya la importancia de reconocer estas manifestaciones para
evitar diagnósticos erróneos, intervenciones reduccionistas o iatrogénicas. El abordaje terapéutico debe ser interdisciplinario,
combinando psicofarmacología adaptada a la edad, psicoterapias breves y focalizadas, estrategias de estimulación cognitiva y
soporte psicosocial. La comprensión del “enojo” y la “intolerancia” en el adulto mayor como signos clínicos, y no como simples
“manías de la edad”, clave para la psiquiatría geriátrica contemporánea.

Palabras clave
Psicogeriatría – Envejecimiento – Trastornos psiquiátricos en la vejez.

Introducción
El envejecimiento no es solo un proceso biológico, sino también una etapa de reorganización emocional, cognitiva y social
que redefine la forma en que las personas sienten, piensan y se vinculan. En el ámbito de la salud mental, este periodo exige una comprensión clínica particular, ya que los trastornos psiquiátricos tienden a transformar su expresión sintomática,su comorbilidad y su respuesta terapéutica en la tercera edad.
Lejos de concebir la vejez como una etapa homogénea o pasiva, se impone una lectura dinámica que considere tanto los procesos neurodegenerativos como las adaptaciones emocionales y los desafíos psicosociales emergentes. En este marco,fenómenos como la irritabilidad, la ansiedad somatizada, la
intolerancia al ruido, el sueño fragmentado o la fatiga persistente –lejos de ser simples manifestaciones “normales”del envejecimiento– pueden constituir expresiones complejas
de una reorganización psicopatológica subyacente. Con frecuencia estas manifestaciones se malinterpretan como parte natural de la vejez, invisibilizando procesos neurobiológicos, afectivos y contextuales que requieren un abordaje integrativo y especializado. La vejez conlleva fragilidad psíquica, entendida como menor reserva neurocognitiva y narrativa vital marcada por pérdidas. Este trabajo se propone, desde una perspectiva psicogerontológica integrativa: Analizar los cambios neurobiológicos del envejecimiento que afectan la regulación emocional. Explorar el procesamiento emocional en mayores y sus mecanismos compensatorios. Describir la evolución clínica y neurobiológica de los principales trastornos psiquiátricos
en esta etapa. Caracterizar manifestaciones clínicas atípicas en vejez –enojo, intolerancia al ruido, ansiedad somática, fatiga persistente, trastornos del sueño– como señales de psicopatología subyacente (Aazh et al., 2024; Coey&Baig, 2023;Grajeda-León et al., 2025; Jahn et al., 2023; Kalsoom et al.,2024; Kroeger et al., 2023; Marawi et al., 2023; Sekhon& Gupta, 2023; Shafiee et al., 2024; Swedo et al., 2022).
Discutir implicancias diagnósticas y terapéuticas relevantes para una psiquiatría geriátrica contemporánea, interdisciplinaria y humanizada. Redúceme un poco esto sin sacarle la importancia.

Cambios neurobiológicos del envejecimiento y su impacto en la regulación emocional


El envejecimiento cerebral se asocia a alteraciones estructurales, funcionales y neuroquímicas que modifican profundamente la regulación emocional en la persona mayor. Uno
de los modelos explicativos clásicos es la hipótesis frontal del
envejecimiento, que plantea un deterioro preferencial del lóbulo prefrontal –región clave en la autorregulación y el control
inhibitorio–, lo cual generaría mayor vulnerabilidad a respuestas emocionales impulsivas o desinhibidas. Greenwood propuso originalmente esta hipótesis al observar que la reducción funcional de la corteza prefrontal puede comprometer la inhibición de reacciones emocionales intensas en vejez. Aunque
evidencia posterior matizó la idea de un deterioro exclusivamente frontal, es indudable que la declinación de la función frontal contribuye a dificultades en el control de impulsos y emociones en muchos mayores. De hecho, la capacidad de inhibición cognitiva y conductual es más sensible al envejecimiento que otras funciones, precisamente por la degeneración de circuitos frontales con la edad. Esto explica que personas
con déficit del lóbulo frontal puedan mostrarse más impulsivas, con respuestas emocionales socialmente inapropiadas o desproporcionadas, aun sin demencia establecida. A nivel estructural, la senectud conlleva atrofia cerebral global y alteraciones de la conectividad. Hay una reducción del volumen cortical (en especial prefrontal) y cambios en la sustancia blanca que debilitan la comunicación entre la corteza frontal y regiones límbicas como la amígdala. Por ejemplo, se estima que el lóbulo frontal pierde alrededor de un 12% de
su volumen entre los 30 y los 90 años. Esta disminución del volumen y la integridad de la sustancia blanca compromete la modulación inhibitoria frontal sobre los centros emocionales subcorticales. El resultado es un desequilibrio en favor de la reactividad límbica: estímulos negativos relativamente menores pueden gatillar respuestas afectivas exageradas debido a la menor “freno” cortical. En paralelo, se observa una relativa
preservación o menor declive de la respuesta a estímulos positivos, fenómeno al que volveremos más adelante (el llamado efecto positividad).
En la vejez descienden neurotransmisores clave como serotonina, dopamina y GABA, lo que explica apatía, irritabilidad y menor control inhibitorio.En algunos mayores con ansiedad crónica, el eje HHS
muestra hipercortisolemia persistente, lo que favorece hiperreactividad y empeoramiento cognitivo.
El llamado efecto positividad describe cómo los mayores priorizan estímulos agradables y muestran menor reactividad a los negativos, como mecanismo compensatorio. Sin embargo, cuando los mecanismos compensatorios se ven sobrepasados –por enfermedades médicas, dolor crónico, aislamiento social o eventos vitales estresantes– pueden emerger formas atípicas o exacerbadas de expresión emocional. La interacción entre atrofia frontal, déficit neuroquímico (monoaminérgico/GABAérgico) y alteraciones hormonales
(cortisol) crea un terreno fértil para manifestaciones como el enojo persistente, la baja tolerancia al entorno (ruidos, multitudes), la ansiedad somatizada o una suerte de fatiga emocional crónica. En la sección siguiente, abordaremos cómo los mayores procesan sus emociones y por qué, a pesar de estos
cambios neurobiológicos, muchos logran mantener una buena regulación afectiva en la vida cotidiana.

Procesamiento emocional y regulación afectiva en mayores


A pesar de los cambios neurobiológicos, numerosos estudios muestran que la vejez puedeasociarse a una mejor regulación emocional. Según la teoría de la selectividad socioemocional (Carstensen et al., 1999), al percibir el tiempo vital como limitado, las personas priorizan experiencias positivas y vínculos afectivos, reduciendo conflictos innecesarios. Esto se refleja en el “efecto positividad”: mayor afecto positivo y menor reactividad a estímulos negativos frente a adultos jóvenes.Entre las estrategias adaptativas destacan la reevaluación cognitiva, la focalización en lo gratificante y la minimización de lo estresante. Los mayores suelen olvidar estímulos negativos irrelevantes con más eficacia que los jóvenes, lo que favorece la estabilidad afectiva. Sin embargo, estas capacidades dependen del estado cognitivo. La teoría de la integración emocional dinámica (Labouvie-Vief, 2003) señala que procesar emociones negativas complejas exige recursos cognitivos que pueden disminuir con la edad.Cuando hay deterioro cognitivo leve o reducción de la flexibilidad ejecutiva, se observa tendencia a evitar o suprimir emociones negativas, con reacciones abruptas o somatización. Así, los trastornos afectivos suelen adoptar formas atípicas: depresión disfrazada de irritabilidad, apatía o quejas somáticas, y ansiedad expresada como insomnio, hipervigilancia o malestares físicos. Ellison (2015) resaltó que en mayores la depresión puede manifestarse como malhumor crónico o
desmotivación más que como tristeza evidente, dificultando su reconocimiento.
De hecho, irritabilidad, retraimiento o somatización son pistas de un trastorno del ánimo. Un adulto mayor depresivo rara vez se dice “deprimido”, pero sí se muestra fatigado, intolerante o sin interés por lo que antes disfrutaba. Algo similar ocurre con la ansiedad: suele expresarse como insomnio o síntomas somáticos más que como preocupaciones declaradas. Estudios clínicos muestran que los mayores subreportan temores internos y los traducen en malestares corporales, lo que exige al clínico especial atención.
En síntesis, el procesamiento emocional en la vejez oscila entre mecanismos protectores que promueven estabilidad y vulnerabilidades que emergen cuando se agotan los recursos regulatorios. Muchos mayores saludables mantienen un equilibrio admirable gracias a prioridades redefinidas y estrategias
de afrontamiento, pero factores como deterioro cognitivo, multimorbilidad, dolor o soledad pueden erosionar esas defensas, revelando psicopatología en formas atípicas. Reconocer que detrás de un “carácter difícil” o de una queja somática inespecífica puede haber depresión, ansiedad o duelo patológico es esencial para una atención adecuada.

La evolución clínica y neurobiológica de los trastornos en la vejez


El envejecimiento transforma la expresión de los trastornos


mentales: depresión, ansiedad, psicosis o trastornos de personalidad modifican su sintomatología, correlatos neurobiológicos, curso y respuesta al tratamiento. El psiquismo opera bajo nuevas coordenadas: un cerebro vulnerable, un cuerpo más reactivo, un contexto social cambiante y una narrativa vital orientada al cierre de ciclos. Repensar estas patologías desde la gerontopsiquiatría es clave para evitar errores diagnósticos y tratamientos inadecuados (Devanand, 2024; Grajeda-León et al., 2025; He et al., 2022; Jellinger, 2021; Kim et al., 2022; Marawi et al., 2023; Ng et al., 2023; Sekhon& Gupta, 2023; Shafiee et al., 2024; zymkowicz&Ebmeier, 2023).

Depresión en vejez: más allá de la tristeza


La depresión mayor en mayores rara vez se presenta como tristeza manifiesta o llanto fácil, a diferencia de lo que suele verse en pacientes más jóvenes. En cambio, tiende a adoptar formas atípicas o sutiles: apatía, retraimiento social, irritabilidad, pérdida generalizada de interés, quejas somáticas crónicas (dolores, malestares digestivos) y una “fatiga vital” marcada. Este fenómeno de depresión enmascarada ha sido
ampliamente descrito en la literatura gerontopsiquiátrica. Por ejemplo, un adulto mayor deprimido puede negar sentirse triste pero reconocer que “nada le importa” (anhedonia), que todo le cuesta, que está siempre cansado y que ha perdido el gusto por actividades antes placenteras. También es común el malhumor persistente o la queja constante como equivalentes depresivos. Ellison (2015) resaltó que en vejez la depresión suele “disfrazarse” de irritabilidad o apatía, dificultando su identificación clínica. A la problemática de la presentación clínica se suma la alta frecuencia de comorbilidades médicas en la depresión geriátrica: enfermedades cardiovasculares, diabetes, enfermedad pulmonar, artrosis, dolor crónico, entre otras. Estas condiciones físicas no solo confunden el diagnóstico, sino que agravan el pronóstico de la depresión. Estudios longitudinales han demostrado que la depresión en vejez se asocia a mayor riesgo de deterioro cognitivo subsecuente, caídas, institucionalización e incluso mortalidad por todas las causas. En pacientes
con infarto de miocardio o accidente cerebrovascular, la presencia de depresión posevento incrementa significativamente la morbimortalidad.


Desde el punto de vista neurobiológico, se han identificado marcadores específicos de la depresión de inicio tardío. Alexopoulos y colaboradores describieron en mayores deprimidos la presencia de lesiones de sustancia blanca subcortical en neuroimágenes, alteraciones en los circuitos frontoestriatales y reducción volumétrica del hipocampo, hallazgos que sugieren una base orgánica contribuyendo al cuadro afectivo. En particular, la hipótesis de la depresión vascular plantea que pequeños infartos o lesiones isquémicas en regiones subcorticales frontales producen disfunción de las conexiones frontales, llevando a síntomas depresivos caracterizados más por apatía y enlentecimiento cognitivo-motor que por tristeza. De hecho, pacientes con depresión de inicio después de los 60–65 años presentan con mayor frecuencia evidencia de enfermedad cerebrovascular que aquellos cuya depresión inició en la juventud. Asimismo, se ha observado que estos pacientes exhiben con frecuencia disfunción ejecutiva, correlato neuropsicológico del compromiso de circuitos frontoestriatales. En síntesis, hay un subtipo de depresión geriátrica –a veces denominado depresión ejecutiva o subcortical– donde predomina la apatía, la ralentización psicomotora y la pobre respuesta a antidepresivos, consistente con un sustrato cerebrovascular subyacente. Es importante aclarar que no todas las depresiones en vejez son “vasculares”. Existen también depresiones tardías asociadas a factores psicológicos o a vulnerabilidades recurrentes a lo largo de la vida. Sin embargo, el reconocimiento de la heterogeneidad etiológica de la depresión en mayores es vital. Algunos pacientes se benefician especialmente de tratamientos
que consideren la componente orgánica, mientras que otros requieren intervenciones centradas en los estreses psicosociales. Diagnosticar depresión en vejez implica entonces: 1) alto índice de sospecha clínica ante síntomas inespecíficos, 2) evaluación neurocognitiva para pesquisar déficits ejecutivos
sutiles, y 3) una aproximación multidimensional que aborde tanto los aspectos biológicos como los psicosociales.

Ansiedad somatizada y ansiedad funcional en vejez


Los trastornos de ansiedad también adoptan características particulares en la tercera edad. En los mayores es menos frecuente la ansiedad “verbalizada” como preocupación excesiva por cuestiones de la vida cotidiana o anticipación catastrófica. En lugar de ello, muchos mayores consultan por síntomas somáticos asociados a la ansiedad: insomnio persistente, sensación de falta de aire, opresión torácica, palpitaciones, mareos,
molestias digestivas o dolor inespecífico. Este fenómeno de ansiedad somatizada puede llevar a un peregrinaje médico en busca de causas orgánicas, cuando en realidad el origen es emocional. Estudios clínicos (Brenes, 2006; Stanley et al., 2013) señalan que los mayores con ansiedad tienden a expresar más síntomas físicos y menos síntomas cognitivos de ansiedad comparados con adultos jóvenes. De hecho, tienden a minimizar o no reportar síntomas psicológicos como “miedo” o “preocupación descontrolada”, pudiendo referirse a ellos con eufemismos (“nervios”, “inquietud”) o diluirlos detrás de
sus dolencias físicas. Este subreporte puede deberse tanto a factores culturales (estigma de confesar miedos) como a que realmente la experiencia subjetiva cambia con la edad.


Dentro de los cuadros ansiosos en vejez, podemos diferenciar al menos dos tendencias:
Ansiedad somatizada o “de presentación médica”: corresponde a lo descrito, donde la persona principalmente nota y se queja de manifestaciones corporales de su ansiedad. Puede confundirse con trastornos médicos o con hipocondría. Es particularmente común cuando coexiste deterioro cognitivo leve, ya que la menor capacidad de introspección psicológica hace que el malestar se exprese corporalmente. Por ejemplo,
un adulto mayor con ansiedad generalizada puede obsesionarse con que su corazón late muy fuerte o irregular o con que tiene una enfermedad grave no diagnosticada, en un intento de dar explicación a sus síntomas físicos de ansiedad.


Ansiedad “funcional” o centrada en la pérdida de autonomía: varios autores han señalado que los contenidos de ansiedad cambian con la edad. Mientras un adulto joven puede ansiar por su desempeño laboral, sus relaciones o su futuro a largo plazo, muchos mayores dirigen sus temores hacia la salud, la integridad física y la independencia. es frecuente la ansiedad por caerse, por sufrir una fractura, por perder facultades mentales o convertirse en una carga para la familia. Esta ansiedad se manifiesta a veces como evitación de actividades, acumulación de medicamentos o dinero “por si acaso”, o hipervigilancia constante de las señales corporales.
Neurobiológicamente, se ha demostrado que en la ansiedad generalizada de la vejez persisten alteraciones similares a las de adultos jóvenes, como la hiperactivación del eje HHS (elevación de cortisol) y una disfunción de las redes límbicas (amígdala-hipocampo) encargadas de la respuesta al estrés.
Ya mencionamos que Mantella et al., encontraron cortisol basal elevado en ancianos con ansiedad, lo que sugiere una reactividad crónica. Este estado de hiperalerta fisiológica prolongada puede tener mayor repercusión en la salud física y cognitiva del mayor: el exceso de cortisol sostenido se vincula
con osteoporosis, inmunosenescencia y deterioro hipocampal (afectando la memoria). Además, algunos estudios de neuroimagen funcional indican alteraciones en la conectividad amígdala-prefrontal en ancianos ansiosos, lo que podría reflejar menor modulación cortical de la respuesta de miedo.


En la práctica, el diagnóstico de los trastornos de ansiedad en mayores suele ser un desafío. Se requiere descartar patología orgánica ante síntomas somáticos. Una vez excluidas causas médicas, es útil indagar con delicadeza temores o preocupaciones subyacentes. Herramientas de cribado adaptadas, como la Escala de Ansiedad Geriátrica de Yesavage, pueden ayudar. El tratamiento debe ser integral: psicoeducación (explicar la somatización), técnicas de relajación y respiración, terapia cognitivo-conductual adaptada (ej. para miedo a caídas) y, si se requiere, farmacoterapia cuidadosa. Vale destacar que las benzodiacepinas deben evitarse o usarse con extrema prudencia en ancianos, por riesgo de caídas, confusión y dependencia; se prefieren antidepresivos ISRS o duales en dosis bajas para ansiedad crónica, acompañados de intervenciones
no farmacológicas.

Trastornos obsesivo-compulsivos y aumento de rasgos obsesivos


El trastorno obsesivo-compulsivo (TOC) suele comenzar en la infancia o adultez joven, aunque puede persistir en la vejez o, más raramente, iniciarse en esta etapa. Los casos crónicos tienden a rigidizarse: las obsesiones se vuelven más fijas y los rituales más estereotipados, a veces integrados a la personalidad.
El TOC de inicio tardío, descrito tras duelos, jubilación o aislamiento, puede ser un marcador de vulnerabilidad neurológica. En mayores, las obsesiones más comunes son de limpieza, contaminación, verificación y, en algunos casos, acumulación compulsiva. Este último cuadro no siempre responde a un
TOC primario, sino que puede asociarse a deterioro cognitivo o demencia incipiente. Fineberg et al. (2021) acuñaron el término síndrome obsesivo tardío para describir estos casos,
caracterizados por rituales repetitivos, menor insight y correlatos orbitofrontales o subcorticales.

Aun sin un TOC formal, es habitual observar un aumento de rasgos obsesivos en la vejez: rigidez, intolerancia al cambio y ritualización cotidiana. Esto puede interpretarse como una
defensa ante la pérdida de control o como signo de fragilidad frontal, especialmente en demencias iniciales.
El tratamiento requiere adaptar las intervenciones. La terapia cognitivo-conductual con exposición y prevención de respuesta puede ser efectiva si se ajusta el ritmo y formato.
Farmacológicamente, los ISRS siguen siendo la primera línea, con dosis iniciales bajas y control de efectos adversos. En casos refractarios con deterioro cognitivo asociado, puede considerarse el uso de antipsicóticos atípicos en dosis bajas, siempre evaluando riesgos y beneficios.

Trastornos psicóticos: esquizofrenia residual y psicosis tardías


La esquizofrenia de inicio temprano (adolescencia o adultez joven) que persiste en la vejez suele evolucionar hacia una forma residual. Tras décadas de enfermedad, muchos pacientes presentan atenuación de síntomas positivos (alucinaciones, delirios) y predominio de síntomas negativos y deterioro social. Algunos estudios (Howard et al., 2000) sugieren que en la senectud pueden mostrar menos impulsividad y más
adherencia al tratamiento, posiblemente porque disminuyen los consumos de sustancias y conductas de riesgo, y porque han aprendido cierto manejo de su trastorno. Sin embargo, no debe idealizarse esta “mejoría”: si bien algunos envejecen en relativa estabilidad, otros sufren aislamiento, deterioro cognitivo y mayor vulnerabilidad a síndromes confusionales.
Más relevantes como nuevos diagnósticos son las psicosis de inicio tardío, en especial la psicosis paranoide de la senectud o parafrenia tardía. Son delirios sistematizados, a veces con alucinaciones congruentes, en pacientes sin historia psiquiátrica previa. Ejemplo: una anciana sola convencida de que vecinos entran a su casa, o un anciano que cree que su esposa le es infiel. Estas psicosis plantean diagnóstico diferencial con delirium, demencia o trastornos afectivos con síntomas psicóticos.


Las bases neurobiológicas no están del todo aclaradas. Se postula participación de la disfunción dopaminérgica mesolímbica, facilitada por cambios neurodegenerativos o vasculares. También contribuyen alteraciones sensoperceptivas: pacientes con sordera desarrollan alucinaciones auditivas por
deprivación sensorial combinada con actividad cerebral no inhibida, luego interpretada delirantemente. La privación visual severa puede generar alucinaciones visuales complejas. Factores psicosociales como aislamiento, viudez, falta de apoyo y estrés (mudanzas, institucionalización) también influyen.
El tratamiento exige una evaluación orgánica completa. Si se confirma un trastorno delirante tardío, el manejo combina antipsicóticos en dosis bajas con intervenciones psicosociales. La respuesta es variable: algunos logran remisión, otros solo parcial. Siempre debe buscarse la dosis mínima eficaz por el riesgo de efectos extrapiramidales y cerebrovasculares en ancianos.

Trastornos de la personalidad: descompensaciones en el curso vital final

Tradicionalmente se ha sostenido que los trastornos de la personalidad tienden a “suavizarse” con la edad, ya que la vejez traería una aceptación y un aplanamiento de los rasgos. Si bien es cierto que algunos rasgos extremos pueden moderarse con la experiencia, investigaciones recientes muestran que ciertos rasgos patológicos de personalidad pueden intensificarse o descompensarse ante los estresores propios
de la vejez. Por ejemplo, una persona con rasgos de personalidad límite que llega a la ancianidad puede experimentar intensos sentimientos de vacío y abandono al perder cónyuge, amigos o familiares cercanos; sin su red de validación emocional, podrían presentarse crisis disfóricas, gestos autolesivos o intentos de suicidio tardíos. Del mismo modo, alguien con rasgos narcisistas cuya identidad estaba anclada en el éxito profesional o en su atractivo físico puede caer en estados depresivos severos al jubilarse o ver su estatus disminuido;
la confrontación con la finitud y la dependencia puede resultarles intolerable, generando desesperanza o rabia. Individuos con rasgos evasivos o de ansiedad social podrían aislarse aún más en vejez, evitando cualquier situación que les genere inseguridad, reduciendo sus actividades al mínimo y agravando su soledad. Y quienes tuvieron rasgos obsesivo-compulsivos (no necesariamente TOC clínico) pueden volverse ultra rígidos
y ritualistas cuando el entorno se vuelve amenazante o impredecible para ellos. En ausencia de intervenciones apropiadas, estas descompensaciones tardías de personalidad pueden manifestarse como trastornos adaptativos, depresiones crónicas resistentes, ansiedad severa o incluso tentativas autolíticas.
Lamentablemente, tales problemas a veces son subestimados por el entorno o los profesionales. Es fundamental reconocer que un anciano puede sufrir por sus rasgos de personalidad mal adaptados igual o más que en la juventud, y que merece ayuda. La psicoterapia en mayores con trastorno de personalidad es complicada pero posible: abordajes de apoyo, terapias focalizadas en el presente, técnicas de life-review que
les ayuden a reencuadrar su narrativa vital, e involucrar a la familia en el manejo de expectativas y límites, son elementos a considerar. En ciertos casos, medicación dirigida a síntomas específicos puede ser útil como coadyuvante.

Consideraciones diagnósticas y terapéuticas en psiquiatría geriátrica


Diagnosticar en la vejez implica superar obstáculos. Las presentaciones clínicas atípicas exigen una actitud inquisitiva y comprensiva. Persiste el sesgo de atribuir síntomas psicológicos a la edad o a demencia, sin considerar trastornos afectivos o ansiosos tratables. La evaluación debe abarcar esfera cognitiva, afectiva, física y social (Devanand, 2024; Grajeda-León et al., 2025; He et al., 2022; Jellinger, 2021; Kim et al.,
2022; Marawi et al., 2023; Ng et al., 2023; Sekhon& Gupta, 2023; Shafiee et al., 2024; Szymkowicz&Ebmeier, 2023).
Debe evitarse tanto el sobrediagnóstico como el subdiagnóstico, frecuentes en depresión y ansiedad enmascaradas. En farmacoterapia: aplicar la regla startlow, goslow, dada la polifarmacia y cambios farmacocinéticos, prefiriendo fármacos con mejor perfil de seguridad y revisando periódicamente
su necesidad.
En psicoterapia: adaptaciones de terapia cognitivo-conductual, interpersonal, de resolución de problemas o lifereview han mostrado eficacia. Las sesiones conviene que sean más breves, con recursos visuales e implicando familiares. Muchas veces se prioriza el apoyo y la validación emocional ante realidades inmodificables, aunque la reestructuración cognitiva sigue siendo útil. En intervenciones psicosociales: mejorar redes de apoyo, fomentar autonomía y asegurar condiciones seguras. Programas comunitarios o visitas domiciliarias pueden ser tan terapéuticos como un fármaco. La coordinación interdisciplinaria es ideal.
En síntesis, diagnosticar y tratar en esta etapa no es solo “etiquetar y medicar”, sino comprender un psiquismo que, aun frágil, puede transformarse. La psiquiatría geriátrica exige empatía, flexibilidad y creatividad, sustentadas en conocimiento especializado sobre cómo el envejecimiento modifica
mente y cerebro.

Enojo, irritabilidad y reactividad emocional en la tercera edad


Una de las manifestaciones conductuales más frecuentes –y a menudo incomprendidas– en mayores es el aumento de la irritabilidad o estallidos de enojo desproporcionados ante estímulos triviales. Es común escuchar que cierta persona mayor “se enoja por cualquier cosa” o “se ha vuelto muy quisquillosa e intolerante”. Lejos de ser meramente un rasgo de personalidad o una simple “maña de viejo”, esta reactividad
emocional exacerbada resulta de la convergencia de factores neurobiológicos, afectivos y psicosociales propios de la vejez.
Desde una perspectiva neurobiológica, como ya se discutió, el deterioro funcional del lóbulo prefrontal reduce la capacidad de inhibición y modulación de respuestas impulsivas. La corteza frontal actúa normalmente como el “freno” de nuestro cerebro emocional; al debilitarse, es más fácil que estímulos menores desencadenen reacciones desproporcionadas. Simultáneamente, la menor actividad de neurotransmisores como serotonina y GABA en circuitos corticales-límbicos puede predisponer a una menor contención de la agresividad o irritabilidad. De hecho, niveles bajos de serotonina se han relacionado clásicamente con impulsividad y agresión en diversos contextos, por lo que su declive con la edad podría ser un factor en el “mal genio” de algunos mayores.

En el plano afectivo, el enojo en el adulto mayor a menudo funciona como una emoción secundaria que enmascara otras emociones más complejas o socialmente menos aceptables, como tristeza, miedo o sensación de vulnerabilidad. Golden (2025) plantea que muchas expresiones de ira en mayores pueden entenderse como una forma de resistencia activa frente a la percepción de pérdida de control sobre la propia vida.
Por ejemplo, un anciano que dependa de otros para sus tareas básicas puede resentir profundamente esa pérdida de autonomía, pero en lugar de mostrar abiertamente su tristeza o miedo, lo expresa con enfado hacia quienes lo cuidan. Es un mecanismo casi defensivo: enojarse da una ilusión de poder en una situación en que el individuo se siente impotente. Del mismo modo, la irritabilidad crónica puede ser la “punta del
iceberg” de una depresión subyacente; muchos cuadros depresivos en vejez se presentan con disforia e irritabilidad más que con llanto o verbalizaciones de desesperanza.
Estudios longitudinales han encontrado que niveles elevados de ira crónica en mayores se asocian a peor salud física y mayor aislamiento social, creando un círculo vicioso: el malhumor aleja apoyos y agrava problemas de salud, lo que a su vez incrementa la frustración y enojo del paciente. En este
contexto, el enojo persistente no debe interpretarse como un simple rasgo de carácter, sino como un índice de malestar subjetivo y de procesos emocionales no resueltos. Es fundamental, por tanto, evaluar en un adulto mayor muy irritable si no hay detrás un trastorno del ánimo (depresión), un trastorno de ansiedad (intolerancia marcada, hipervigilancia) o incluso un inicio de deterioro cognitivo. El entorno interpersonal juega también un rol importante en esta reactividad. Muchas personas mayores experimentan una
inversión de roles con sus hijos, o perciben un trato condescendiente de familiares o cuidadores (“infantilización”). Estas situaciones pueden herir su autoestima y ser interpretadas como gestos de invalidación o falta de respeto, provocando reacciones defensivas airadas. Asimismo, la pérdida del rol
profesional o social deja a algunos con una sensación de inutilidad o vacío que canalizan en quejas y enojo hacia los demás
En síntesis, el aumento de irritabilidad en vejez suele ser multifactorial: biológicamente facilitado, emocionalmente motivado por miedo/tristeza enmascarados, y disparado contextualmente
por situaciones de pérdida de control o dignidad.
Desde el punto de vista clínico, es clave diferenciar entre la irritabilidad como manifestación transitoria y el enojo crónico que indica un trastorno subyacente. La irritabilidad persistente, aquella que familiares describen como “ya no se le puede hablar porque todo le molesta”, debe tomarse en serio. Puede
ser el síntoma guía de una depresión enmascarada o de un síndrome orgánico incipiente. Nunca debe desestimarse como una simple “manía de viejo”. Abordar al paciente con empatía es un buen primer paso. A veces, solo validando su frustración y dándole espacios de decisión (aunque sean pequeños) se
logra reducir significativamente esa ira defensiva. En casos más resistentes, puede considerarse el uso prudente de estabilizadores del ánimo o antidepresivos con perfil serotoninérgico para ayudar a nivelar el humor, siempre acompañados de apoyo terapéutico.

Intolerancia al ruido: un síntoma sensorial, emocional y neuropsiquiátrico


“La música antes me encantaba, ahora cualquier ruido me pone nervioso”; “No soporto el murmullo del restaurante, me dan ganas de gritar”. Frases como estas reflejan la intolerancia al ruido que muchos mayores experimentan y que a menudo es pasada por alto o atribuida a simple capricho. Sin embargo, esta hipersensibilidad sonora tiene una base neurosensorial y emocional real, y puede ser un marcador clínico de
sobrecarga sensorial, estrés crónico o incluso deterioro neurológico incipiente.
En el aspecto sensorial, con la edad ocurre la presbiacusia o pérdida auditiva relacionada a la edad. Esta pérdida típicamente afecta las frecuencias altas y viene acompañada de problemas en la discriminación del habla en ambientes ruidosos. Paradójicamente, muchos mayores con hipoacusia desarrollan hipersensibilidad a ciertos ruidos: esto se explica por el fenómeno de reclutamiento auditivo, propio de la sordera neurosensorial. El reclutamiento implica que, cerca del umbral auditivo de la persona, pequeños incrementos de intensidad sonora se perciben de forma exagerada. Es decir, un sonido apenas más fuerte que el mínimo audible puede resultar molesto o incluso doloroso para alguien con pérdida auditiva. Un anciano puede no oír bien una conversación, pero un portazo o un plato que cae le resultan intolerables. Adicionalmente, el envejecimiento del sistema auditivo central reduce la capacidad de filtrar estímulos irrelevantes: el cerebro
mayor tiene más dificultad para separar figura y fondo en la escena sonora. Como resultado, entornos con ruido de fondo pueden producirle sobrecarga perceptiva, generando agobio, confusión o irritación.


Existen trastornos específicos como la hiperacusia y la misofonía que pueden presentarse o acentuarse en vejez. La hiperacusia es una condición neurológica en la cual disminuye drásticamente el umbral de tolerancia a los sonidos en general: sonidos cotidianos que para otros son tolerables, el paciente
los percibe como excesivamente fuertes o molestos. Se cree que puede deberse a daño en las células ciliadas o circuitos auditivos centrales que amplifican en demasía la señal sonora. Suele afectar especialmente sonidos de alta frecuencia y puede acompañarse de dolor de oído, cefaleas o tensión al exponerse al ruido. La misofonía, por su parte, es una reacción emocional extrema (ira, pánico, ansiedad) ante sonidos específicos cotidianos, típicamente aquellos producidos por otras personas. Comparte con la hiperacusia la hipersensibilidad, pero es selectiva a ciertos ruidos desencadenantes. Se considera más un fenómeno neuropsiquiátrico, asociado a veces a trastornos de ansiedad o al espectro obsesivo-compulsivo.
Un estudio reciente citado por Audicost (2024) señalaba que más de la mitad de pacientes con misofonía también cumplían criterios de TOC, lo que sugiere un nexo psicopatológico.


La intolerancia al ruido en el adulto mayor no es solo sensorial, también es emocional. En situaciones de estrés crónico, ansiedad o irritabilidad generalizada, la percepción subjetiva del ruido se intensifica. Cuando alguien está nervioso, todos los sonidos parecen más fuertes de lo normal. Un anciano ansioso o con estado de ánimo disfórico puede experimentar una baja del umbral de tolerancia a cualquier estímulo externo: luces, ruidos, multitudes, todo puede resultarle abrumador. Esto recuerda al fenómeno de la sobrecarga sensorial en contextos de fragilidad: el cerebro con menos reserva encuentra difícil procesar estímulos simultáneos, generando respuestas de agitación o huida. En personas con demencia, incluso ruidos relativamente leves puedenprecipitar conductas agresivas o estados de confusión aguda. Por eso, en residencias geriátricas, controlar el ambiente sonoro es parte de las intervenciones no farmacológicas para reducir agitación en
pacientes con demencia (Aazh et al., 2024; Anantapong et al., 2025; Coey&Baig, 2023; Grajeda-León et al., 2025; Jahn et al., 2023; Kalsoom et al., 2024; Pless et al., 2023; Ruthirakuhan et al., 2025; Sekhon& Gupta, 2023; Shafiee et al., 2024; Shi et al., 2025; Swedo et al., 2022; Zhang et al., 2024).


En el caso de la hiperacusia secundaria a trauma acústico o enfermedades, puede haber tratamientos específicos. Pero cuando la intolerancia al ruido es más bien parte de un cuadro
emocional, el abordaje debe incluir ayudarle a manejar su estrés. Técnicas de relajación, terapia cognitiva para resignificar los sonidos (no interpretarlos catastróficamente), y simples adaptaciones ambientales son útiles.
En conclusión, la intolerancia al ruido en vejez es un síntoma multidimensional. Neurosensorialmente, refleja cambios en la audición periférica y central que reducen la tolerancia y la capacidad de filtro. Emocionalmente, puede indicar un nivel alto de estrés, ansiedad o frustración subyacente. Clínicamente, debe evaluarse en su contexto: es distinto un paciente con hiperacusia repentina (descartar lesiones del oído
interno) a otro con misofonía selectiva (explorar OCD, ansiedad) o a otro con demencia que se agita con ruidos (manejo ambiental). Reconocer este síntoma y validarlo esimportante para luego ofrecer intervenciones adecuadas.

Fatigabilidad aumentada y reducción de laresiliencia física al estrés

La sensación de cansancio constante o fatiga excesiva es extremadamente común en mayores, pero no por ello debe asumirse como “normal” sin más. Si bien un cierto enlentecimiento y menor energía pueden acompañar al envejecimiento fisiológico, la fatiga persistente suele ser la expresión de algún desequilibrio físico, emocional o motivacional subyacente. En la vejez, la fatiga puede tener orígenes múltiples que a
veces coexisten:
La fatiga en vejez puede originarse en sarcopenia, alteraciones neuroquímicas (dopamina, noradrenalina) o factores emocionales como depresión o pérdida de sentido vital.

Neurobiológicos: La fatiga también puede originarse en el sistema nervioso central, lo que se denomina fatiga central.Con la edad ocurre una reducción en la neurotransmisión dopaminérgica y noradrenérgica que regulan la motivación y la activación cortical. Niveles más bajos de dopamina pueden traducirse en una menor sensación de recompensa y energía para iniciar actividades. Adicionalmente, cambios en el sistema reticular activador (que regula la vigilia) podrían contribuir a esa sensación de somnolencia diurna o apatía física. Algunos autores sugieren que la disfunción del eje HHS (antes mencionada) con cortisol crónicamente elevado puede inducir un estado de catabolismo y alteración del metabolismo energético neuronal que se manifiesta como fatiga no reparadora.


En enfermedades específicas como la insuficiencia cerebral crónica o secuelas de ictus, la queja de fatiga es muy frecuente (síndrome de fatiga post-ACV). Incluso hay condiciones de etiología incierta como el síndrome de fatiga crónica (encefalomielitis miálgica) que pueden presentarse en mayores (aunque suele iniciar antes) y que ilustran una fatiga central extrema con disfunción inmunológica y neuroendocrina.
Emocionales y motivacionales: La depresión y la ansiedad en el anciano se expresan a menudo como fatiga, falta de energía o “pesadez” corporal. Muchos ancianos deprimidos se quejan más de cansancio que de tristeza per se. Esta fatiga psicológica puede reflejar una pérdida de sentido o motivación: la persona siente que “todo esfuerzo no vale la pena” y su cuerpo literalmente se lo hace sentir. Asimismo, factores
como la pérdida de propósito vital tras la jubilación, el aburrimiento y la soledad pueden generar un estado de desactivación conductual. Si el día de una persona está vacío de actividades significativas, es natural que se sienta constantemente cansada o somnolienta –no es tanto un cansancio físico, sino una inercia psicológica. Chen (2022) describió la “astenia psíquica” en vejez asociada a la resignación y la
sensación de inutilidad. Básicamente, cuando el entorno no brinda estímulo ni exigencias positivas, el organismo entra en un modo de baja energía.


Otra distinción importante es entre fatiga aguda vs. crónica.
La fatiga aguda en un mayor –ej. tras una gripe, o un período de insomnio– es esperable y se recupera con reposo adecuado. La fatiga crónica o persistente, en cambio, es la preocupante: cuando el paciente refiere llevar meses sintiéndose sin fuerzas a diario, hay que investigar. Primero descartar causas médicas frecuentes: anemia, hipotiroidismo, diabetes mal controlada, insuficiencia cardíaca incipiente, apnea del sueño
no diagnosticada, efectos adversos de fármacos. Si todo eso se descarta o se optimiza y la fatiga sigue, pensar en causas psicológicas.
La fatiga en vejez puede originarse en sarcopenia, alteraciones neuroquímicas (dopamina, noradrenalina) o factores emocionales como depresión o pérdida de sentido vital.
¿Cómo abordar la fatiga en vejez?

Requiere un enfoque multifactorial:
Optimizar lo médico: tratar anemia, suplementar deficiencias nutricionales (B12, vitamina D), manejar el dolor crónico (el dolor agota), mejorar el sueño (ver siguiente sección), revisar medicación sedante excesiva.
Fomentar actividad física adaptada: puede parecer contraintuitivo, pero el ejercicio regular de intensidad leve-moderada reduce la fatiga con el tiempo al mejorar la capacidad
aeróbica y la fuerza. Programas de ejercicio para mayores (caminar, tai chi, gimnasia suave) han demostrado mejorar la energía y el ánimo.
Estrategias de activación conductual: ayudar a la persona a estructurar su día con pequeñas metas y actividades placenteras o significativas, para combatir la apatía. Aunque le cueste
al inicio, una rutina disminuye la percepción de fatiga por la satisfacción de logro y la distracción.
Psicoterapia si hay componente depresivo:
Educación a familiares: muchas veces el familiar dice “está cansado porque es viejo”, minimizando el síntoma. Explicarles que ese cansancio puede tener tratamiento y no es simplemente flojera es crucial para que apoyen las intervenciones.


En síntesis, la fatiga en vejez debe interpretarse como una señal de alarma de que algo en el equilibrio del individuo no está bien. No se debe despachar con un “es la edad”. Una evaluación holística puede revelar la causa y, en la mayoría de los casos, hay intervenciones que pueden mejorar significativamente la vitalidad y calidad de vida del paciente mayor.

Alteraciones del sueño en el envejecimiento y su repercusión emocional


Las alteraciones del sueño son extremadamente frecuentes en mayores. El sueño en vejez sufre cambios fisiológicos:tiende a volverse más fragmentado (despertares frecuentes), más superficial (menos fases de sueño profundo o REM) y con menor eficiencia. Muchos se duermen y despiertan más temprano (síndrome de fase adelantada), tienen siestas diurnas que a veces empeoran el insomnio nocturno, y refieren que el
sueño “ya no es reparador” como solía ser. Estas modificaciones son resultado de una combinación de factores biológicos y hábitos.
Desde la neurobiología del sueño, se ha demostrado una reducción significativa en el número de neuronas del núcleo preóptico ventrolateral (VLPO) del hipotálamo, las cuales producen galanina y GABA y son cruciales para inducir y mantener el sueño. Estudios posmortem y de neuroimagen sugieren que la cantidad de neuronas galaninérgicas del VLPO declina con la edad, y que la severidad de esa pérdida se correlaciona
con la fragmentación del sueño en mayores. En otras palabras, a menos neuronas promotoras de sueño, más despertares nocturnos y sueño ligero. Esto explica en parte por qué los mayores tienen dificultad para mantener el sueño continuo durante la noche. Asimismo, la glándula pineal secreta menos
melatonina con la edad; los niveles nocturnos de melatonina en un adulto mayor pueden ser sustancialmente más bajos que en un joven. La melatonina es la hormona que marca el ritmo circadiano de oscuridad, facilitando el inicio del sueño. Su disminución conlleva una señal circadiana más débil, favoreciendo la desincronización y los insomnios de fase.
Muchos mayores tienen un ritmo fragmentado: duermen en varios bloques cortos en 24 horas en lugar de un bloque largo nocturno. También desciende la amplitud del ritmo de temperatura corporal y cortisol, lo que normalmente es importante para consolidar el ciclo sueño-vigilia.


A todo esto se suman las comorbilidades. Dolor crónico (artritis), enfermedad por reflujo gastroesofágico (que despierta por molestias), insuficiencia cardíaca o pulmonar (disnea nocturna), necesidad frecuente de orinar, son ejemplos de condiciones que fragmentan el sueño en vejez. Los trastornos
neurológicos como Parkinson (con insomnio y sueño REM alterado) o demencias también impactan. Incluso medicamentos comunes en mayores pueden contribuir al insomnio o un sueño superficial.
Clínicamente, se distinguen varios tipos de insomnio en vejez, pero el más frecuente es el insomnio de mantenimiento, es decir, dificultad para permanecer dormido toda la noche.
El paciente refiere que se duerme, pero se despierta muchas
veces o se despierta a las 3-4 am sin poder volver a conciliar
el sueño. Este patrón suele estar asociado a cuadros depresivos atípicos o a ansiedad no verbalizada. De hecho, en depresión geriátrica es típica la queja de despertar de madrugada con la mente llena de preocupaciones o rumiaciones, pero sin identificarlo claramente como ansiedad. La falta de sueño reparador genera un círculo vicioso: incrementa la irritabilidad, empeora el estado de ánimo, reduce la concentración y memoria, y en mayores aumenta el riesgo de caídas y accidentes.


Otro fenómeno común es el ya mencionado síndrome de fase adelantada: el reloj biológico de algunos mayores está “corrido” hacia adelante, haciendo que a las 19-20 horas ya tengan sueño y se duerman, para luego despertarse a las 3-4 de la mañana sin poder seguir durmiendo. Esto puede causar problemas con la vida social y sensación de soledad. A veces esta fase adelantada se confunde con insomnio terminal, pero
en realidad la persona sí durmió sus horas, solo que demasiado temprano. La evaluación del sueño en el adulto mayor debe incluir una perspectiva cronobiológica, clínica y ambiental. Un error
frecuente es prescribir hipnóticos a la ligera sin explorar causas potencialmente modificables. Por ejemplo, si el paciente se duerme muy temprano porque está oscuro y solo, una intervención tan simple como exponerlo a luz brillante en la tarde-noche (terapia de luz) o mantenerlo involucrado en actividades hasta más tarde podría retrasar su reloj biológico y mejorar su continuidad de sueño. La llamada higiene del
sueño es clave: horario regular para acostarse, evitar cafeína o estimulantes desde la tarde, hacer ejercicio pero no muy tarde, ambiente confortable (temperatura, colchón adecuado, reducir ruidos nocturnos –aquí entra la importancia de aparatos auditivos si tiene hipoacusia: a veces se despierta porque oye sonidos
distorsionados por su mala audición), y limitar siestas diurnas a no más de 30-45 minutos y nunca muy tarde en la tarde.
En cuanto a tratamiento específico, las benzodiacepinas deben evitarse en lo posible en mayores por riesgo de sedación prolongada, caídas y efectos cognitivos. Se prefieren, si se requiere fármaco, los hipnóticos tipo Z (zopiclona, zolpidem) en dosis bajas y por períodos cortos, o mejor aún, melatonina exógena cuando hay evidencia de fase adelantada o déficit de melatonina. También ciertos antidepresivos sedantes (trazodona en dosis bajas, mirtazapina) se usan fuera de indicación como inductor de sueño en insomnios ligados
a depresión o ansiedad, aprovechando su doble efecto (Choi et al., 2022; Cruz-Sanabria et al., 2024; Grajeda-León et al., 2025; Hamel, 2022; He et al., 2022; Jellinger, 2021; Marawi et al., 2023; Sekhon& Gupta, 2023; Shafiee et al., 2024; Szymkowicz&Ebmeier, 2023).


En pacientes con demencia, manejar el sueño es todo un desafío. Se utilizan enfoques no farmacológicos: luz diurna abundante, ejercicio diurno, evitar que duerman demasiado en el día, rutinas estrictas. Si hay síndrome vespertino (agitación al atardecer), medidas de calma ambiental. Solo en casos severos se consideran fármacos sedantes, ponderando siempre riesgos.
En resumen, el sueño en vejez sufre cambios normales que, combinados con enfermedades y factores psicosociales, llevan a insomnios comunes pero que no deben banalizarse. El sueño insuficiente tiene repercusiones importantes en el estado de ánimo, la función cognitiva y la salud física del anciano.
Mejorar el sueño mejora significativamente su calidad de vida.
Por ello, la evaluación del insomnio en un adulto mayor debe ser exhaustiva y el tratamiento, multimodal, priorizando medidas de higiene del sueño y cronoterapia, reservando fármacos para indicaciones precisas y con monitoreo.

Discusión


Los hallazgos expuestos a lo largo de este trabajo permiten esbozar un modelo integrativo para comprender la evolución de la psicopatología en vejez. Lejos de ser una simple atenuación de los síntomas “típicos” de la juventud, la psicopatología geriátrica representa una reorganización del sufrimiento mental bajo nuevas condiciones cerebrales, corporales y existenciales. El envejecimiento trae consigo vulnerabilidades
neurobiológicas pero también cambios psicológicos adaptativos. La expresión clínica de los trastornos es, por tanto, el resultado de la interacción entre déficits y compensaciones.
Es útil introducir el concepto de “fragilidad psíquica” asociada al envejecimiento, entendiéndola no como una debilidad uniforme sino como una disminución de la reserva ante el estrés. Así como hablamos de fragilidad física, podríamos hablar de fragilidad mental: el adulto mayor tiene menos margen para tolerar cargas de estrés emocional sin descompensarse. Esto no significa que todos los mayores sean frágiles psíquicamente – muchos son muy resilientes–, pero en promedio la acumulación de pérdidas, el aislamiento y los cambios cerebrales hacen que esté más cerca el umbral a partir del cual surge la sintomatología. Un duelo en vejez, ej. puede con más facilidad precipitar una depresión mayor que ese mismo duelo en la mediana edad, debido a que confluyen la soledad, la reflexión sobre la propia mortalidad y quizá una función serotoninérgica reducida que no ayuda a sobreponerse.


Por otro lado, es vital superar visiones simplistas o edadistas. El adulto mayor no es ni un “paciente igual que los demás” ni un “paciente que solo tiene achaques de viejo”. Los modelos actuales de diagnóstico (principalmente el DSM)corren el riesgo de quedarse cortos en vejez, porque fueron diseñados en poblaciones más jóvenes. Por ejemplo, la DSM-5 no distingue criterios para depresión mayor en ancianos; no aplica los mismos, pero como vimos la presentación clínica difiere mucho. Por ello, se requiere que el clínico geriatra o psiquiatra de enlace realice una suerte de “traducción gerontológica” de los criterios: estar dispuesto a inferir la presencia de depresión aunque la persona niegue tristeza pero muestre
otros indicadores. Del mismo modo, reconocer que problemas de conducta en demencias pueden enmascarar ansiedad o depresión tratables con intervenciones adecuadas.


La complejidad es la norma en psiquiatría de la vejez. Raramente encontramos un trastorno puro sin comorbilidades médicas, o un síntoma psíquico aislado sin correlato en el integral e interdisciplinario. Un ejemplo claro es el manejo del insomnio: quizás el psiquiatra indique melatonina, el geriatra
ajuste diuréticos para que no tenga nicturia, la familia cambie la iluminación del cuarto y el fisioterapeuta lo haga ejercitar en la tarde. Todos esos elementos juntos lograrán la mejoría.
Otro ejemplo es la depresión post-ACV: requiere antidepresivo, pero también rehabilitación neurológica, apoyo del trabajador social para adaptaciones en el hogar, y consejería familiar para ajustar expectativas. La psiquiatría geriátrica se enriquece enormemente cuando se conecta con otras disciplinas.


En cuanto al tratamiento psicofarmacológico, es imperativo no caer ni en el nihilismo (“no le doy nada porque es viejo”) ni en el polifarmacia excesiva sin evidencia. Muchos fármacos psiquiátricos son efectivos en ancianos, pero deben usarse con precaución. Hay estudios robustos mostrando que la terapia electroconvulsiva (TEC), ej. sigue siendo una opción segura y altamente eficaz para depresiones melancólicas graves en ancianos que no responden a fármacos, a pesar de los miedos
infundados. Por otro lado, existen subutilizaciones preocupantes: la infra-receta de antidepresivos en atención primaria a mayores deprimidos por pensar que “es duelo normal”, o la negativa a tratar ansiedades severas por creer que “a esa edad ya no va a cambiar”. La ética nos exige aliviar el sufrimiento
a cualquier edad, por lo que ofrecer tratamientos (con adaptación) es obligado. Simultáneamente, hay sobreutilización de psicofármacos en otros contextos: ej. el uso excesivo de antipsicóticos en residencias para sedar a pacientes con demencia es un problema global. Debe buscarse un balance basado en
evidencia y centrado en la persona.

Finalmente, destacar que el envejecimiento no solo conlleva vulnerabilidad, sino también posibilidades de crecimiento.
Cada vez se reconoce más el concepto de “envejecimiento exitoso” o saludable, donde muchos mayores logran adaptarse notablemente y mantener bienestar a pesar de pérdidas. En psicoterapia se habla de la “sabiduría” como posible fruto de lidiar con desafíos a lo largo de la vida. Incluso en presencia
de trastornos mentales, las personas mayores suelen aportar perspectivas únicas y recursos internos que pueden integrarse en el tratamiento. Un ejemplo es el uso de la terapia de reminiscencia, donde repasar logros y superar adversidades del pasado puede empoderar al paciente para enfrentar su depresión actual. Otro es el rol del voluntariado y mentoría: ancianos con enfermedad mental controlada que ayudan a
otros experimentan mejoras en su autoestima y propósito.
En resumen, comprender la psicopatología en vejez implica abrazar la complejidad: síntomas difusos, causas múltiples, presentaciones inusuales, pero también capacidad de adaptación y resiliencia. El clínico debe ser humilde ante esta complejidad, formando alianzas con otras especialidades y con el
mismo paciente y su familia, para ofrecer una atención realmente integral y humanizada.

Conclusiones


Formas clínicas específicas: La psicopatología en vejez presenta formas clínicas y emocionales particulares. Depresión, ansiedad, trastornos del sueño, fatiga crónica, enojo persistente e intolerancia sensorial son manifestaciones frecuentes pero a menudo malinterpretadas. No son simplemente “achaques de la edad”, sino expresiones de trastornos subyacentes que requieren atención especializada.
En la vejez descienden neurotransmisores clave como serotonina, dopamina y GABA, lo que explica apatía, irritabilidad y menor control inhibitorio.
Procesamiento emocional reorganizado: muchos mayores logran mantener o incluso mejorar su bienestar emocional mediante mecanismos compensatorios. Sin embargo, cuando dichos mecanismos fallan, las emociones negativas pueden presentarse de forma atípica: irritabilidad en lugar de tristeza,
quejas somáticas en lugar de ansiedad declarada, desapego o desconfianza en lugar de expresiones directas de miedo. La regulación afectiva en vejez es un delicado equilibrio entre las pérdidas neurocognitivas y las ganancias de experiencia.
Evolución particular de los trastornos psiquiátricos: Los grandes síndromes psiquiátricos sufren una metamorfosis en vejez. La depresión geriátrica a menudo se manifiesta sin tristeza aparente, con apatía, enlentecimiento y componente vascular/executivo frecuente. La ansiedad en mayores tiende
a somatizarse o centrarse en la salud y autonomía. Los TOC tardíos pueden surgir en relación con neurodegeneración o aumentar la rigidez de personalidad. Las psicosis de inicio tardío (paranoia senil) aparecen en contextos de vulnerabilidad sensorial y aislamiento. Incluso los trastornos de personalidad pueden recrudecer ante pérdidas vitales. Comprender estas variaciones es clave para diagnóstico certero (Devanand, 2024; Grajeda-León et al., 2025; He et al., 2022; Jellinger, 2021; Kim et al., 2022; Marawi et al., 2023; Ng et al., 2023; Sekhon& Gupta, 2023; Shafiee et al., 2024; Szymkowicz&Ebmeier, 2023).

Bibliografía

  • 1. Aazh, H., et al. (2024). The Sound Sensitivity Symptoms Questionnaire (SSSQ): development and validation. Brain Sciences, 15(1), 16.
  • 2. American Geriatrics Society (2023). Updated AGS Beers Criteria® for potentially inappropriate medication use in older adults. Journal of
    the American Geriatrics Society, 71(5), e1–e28.
  • 3. Anantapong, K., et al. (2025). Behavioural and psychological symptoms of people with
    dementia: prevalence in care homes. Age and
    Ageing, 54(1), afaf013.
  • 4. Andersson, P., et al. (2025). Hippocampal
    and prefrontal GABA and glutamate in aging and
    working memory. Cerebral Cortex Communications, 6(1), tgaf123. (PMC12066406).
  • 5. American Psychiatric Association (2022).
    Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (5th ed., text rev.; DSM-5-TR). American
    Psychiatric Publishing.
  • 6. Britton, M. K., et al. (2025). Evidence for
    cortical GABA stabilization in cognitively-intact
    older adults. Translational Psychiatry, 15, 34.
  • 7. Choi, K., et al. (2022). Efficacy of melatonin for chronic insomnia: systematic review
    and meta-analysis. Sleep Medicine Reviews, 65,
    101569.
  • 8. Coey, J. G., & Baig, S. (2023). Hyperacusis.
    StatPearls Publishing.
  • 9. Cruz-Sanabria, F., et al. (2024). Optimizing
    the time and dose of melatonin as a sleep–wake
    modulator: a dose–response meta-analysis. Journal of Pineal Research, 77(3), e12985.
    1. Devanand, D. P. (2024). Overview of late-onset psychoses. International Psychogeriatrics, 36(7), 659–676.
    1. Grajeda-León, G., et al. (2025). Factors associated with anxiety symptoms in older
      adults: a cross-sectional study. Frontiers in Psychiatry, 16, 12064985.
    1. Hamel, C. (2022). Melatonin for the treatment of insomnia: a 2022 update. CADTH Rapid Response Report.
    1. He, E., et al. (2022). White matter alterations in depressive disorder: a systematic review.
      Frontiers in Psychiatry, 13, 868760.
    1. Hinrichsen, G. A., & Leipzig, R. M. (2021).
      Efficacy of cognitive behavioral therapy for insomnia in older adults. Journal of the American
      Geriatrics Society, 69(8), 2289–2290.
    1. Hird, E. J., et al. (2022). Dopamine and
      reward-related vigor in younger and older adults.
      Neurobiology of Aging, 116, 86–96.
    1. Isaacowitz, D. M. (2022). What do we
      know about aging and emotion regulation?
      Perspectives on Psychological Science, 17(6),
      1745–1769.
    1. Jahn, K. N., et al. (2023). Asymmetric
      hearing thresholds are associated with hyperacusis in a large clinical population. Scientific
      Reports, 13, 17854.
    1. Janet, R., et al. (2024). Relationships
      between serotonin transporter availability and
      large-scale brain network properties: a simultaneous PET-fMRI study. Translational Psychiatry,
      14, 220. (PMC11171774).
    1. Jellinger, K. A. (2021). Pathomechanisms
      of vascular depression in older adults. Frontiers
      in Neuroscience, 15, 738570.
    1. Kalsoom, N., et al. (2024). Current recommendations for the use of sound therapy in
      adults with sound sensitivity. American Journal
      of Audiology, 33(4), 113–122.
    1. Karalija, N., et al. (2024). Longitudinal
      support for the correlative triad among aging,
      dopamine integrity, and cognition. Neurobiology
      of Aging, 130, 47–58.
    1. Karrer, T. M., et al. (2019). Reduced serotonin receptors and transporters in normal aging
      adults: a meta-analysis of PET and SPECT studies. Neurobiology of Aging, 80, 1–12.
    1. Kim, K., et al. (2022). Clinical approaches
      to late-onset psychosis. Clinical Psychopharmacology and Neuroscience, 20(2), 192–202.
    1. Kroeger, D., et al. (2023). To sleep or not
      to sleep – Effects on memory in normal aging
      and disease. Current Research in Physiology, 6,
      100123.
    1. Lee, J., et al. (2022). Normal aging induces changes in the brain and neurodegeneration:
      A review. Frontiers in Aging Neuroscience, 14,
      931536.
    1. Marawi, T., et al. (2023). Brain–cognition
      relationships in late-life depression. Translational Psychiatry, 13, 156.
    1. Mijnster, T., et al. (2022). Effectivity of
      (personalized) CBT-I: an overview. Clocks &
      Sleep, 4(3), 345–362.
    1. Ng, I. K. S., et al. (2023). Approach to
      acute psychosis in older adults. Singapore Medical Journal, 64(7), 401–411.
    1. Niu, X., et al. (2024). Age-related positivity effect in emotional memory. eNeuro, 11(1),
      ENEURO.XXXX-23. (PMC10847278).
    1. Novak, T. S., et al. (2024). GABA, aging
      and exercise: functional and intervention insights. Frontiers in Aging Neuroscience, 16,
      1422961.
    1. Papenberg, G., et al. (2025). Aging-related losses in dopamine D2/3 receptor availability
      are linked to working-memory decline. Neurobiology of Aging, 137, 1–10. (PMC11795306).
    1. Pasanta, D., et al. (2023). Functional
      MRS studies of GABA and glutamate/Glx: a systematic review and meta-analysis. Neuroscience
      & Biobehavioral Reviews, 149, 105163.
    1. Petro, N. M., et al. (2021). Positivity
      effect in aging: evidence for the primacy of positive processing in the amygdala. Social Cognitive and Affective Neuroscience, 16(8), 1–12.
      (PMC9255668).
    1. Pless, A., et al. (2023). Understanding
      neuropsychiatric symptoms in Alzheimer’s disease. Frontiers in Neuroscience, 17, 1263771.
    1. Ritterband, L. M., et al. (2025). A randomized controlled trial of a digital CBT‑I program
      for older adults. npj Digital Medicine, 8, 1847.
    1. Ruthirakuhan, M., et al. (2025). Updates and future perspectives on neuropsychiatric
      symptoms in Alzheimer’s disease. Frontiers in
      Aging Neuroscience, 17, 11947761.
    1. Sekhon, S., & Gupta, V. (2023). Late-life
      depression. StatPearls Publishing.
    1. Shafiee, A., et al. (2024). Global prevalence of anxiety symptoms in older adults: a
      systematic review and meta-analysis. Journal
      of Geriatric Psychiatry and Neurology, 37(2),
      116–130.
    1. Shi, T., et al. (2025). Association between
      pain and BPSD in dementia: a meta-analysis.
      BMC Geriatrics, 25, 5719.
    1. Svensson, J. E., et al. (2021). Serotonin
      transporter availability increases after alleviation
      of depressive symptoms. Translational Psychiatry, 11, 44.
    1. Svensson, J. E., et al. (2022). In vivo correlation of serotonin transporter and 5-HT1B
      receptor availability in the human brain. Neuropsychopharmacology, 47, 2224–2232.
    1. Swedo, S. E., et al. (2022). Consensus definition of misophonia: a Delphi study. Frontiers
      in Neuroscience, 16, 841816.
    1. Szymkowicz, S. M., & Ebmeier, K. P.
      (2023). Biological factors influencing depression in later life. Translational Psychiatry, 13,
      264.
    1. World Health Organization (2024). Clinical descriptions and diagnostic requirements for
      ICD‑11 mental, behavioural and neurodevelopmental disorders. WHO Press.
    1. Zhang, N. K., et al. (2024). The neural
      basis of neuropsychiatric symptoms in Alzheimer’s disease. Frontiers in Aging Neuroscience,
      16, 1487875.

Bookmark (0)
Please login to bookmark Close